Cuando decíamos “Paz a los hombres de buena voluntad”

Estamos en puertas de la Navidad del año 2024, a los prolegómenos de llegada a la mítica fecha del año 30 en el que se supone que se culminará la prometida Agenda que dará paso al N.O.M y a la felicidad de los pobres, tal como se nos comunica por los pretendidos rectores de Davos.

               Cuando no había otro panteísmo civilizatorio que el catecúmeno de la Iglesia Universal de Cristo, y no el de las logias de Satanás que es el que vislumbramos en el horizonte temporal que nos imponen los portadores de esa corona circular del arcoíris multicolor aplicado a nuestras mentes lobotomizadas; en aquel tiempo ya pretérito, acostumbrábamos a decir en fechas como estas aquello de “Paz a los hombres de buena voluntad”. Y, por tanto, supongo que esa frase que en sí encierra solamente una interpretación posible, no es aplicable en su intención a nadie de los que ocupan en este momento el poder mundial. O quizás a alguno sí. Es posible, pero en casos muy, pero que muy raros. ¿Y en España? Obvio la respuesta por evidencia.

No puede haber paz para aquellos que nos inducen situaciones de guerra ilegítima como las que vivimos en estos momentos, cerniéndose sobre nosotros la espada de Damocles nuclear.

Estoy en proceso de un nuevo libro cuyo tema será el de la evangelización como fuente y origen de la civilización de lo que llamamos la Hispanidad, cuando, gracias a Dios —y esto no es una frase fácil, sino un reconocimiento del poder más allá de la inteligencia humana— los llamados conquistadores españoles alcanzaron aquellas costas sin saber bien qué tierras eran aquellas.

Ramiro de Maeztu, al que yo venero por ser una mente referencial entre los pensadores de hace un siglo, hacía en sus textos sobre la Hispanidad una justificación de su existencia sobre dos pilares: el catolicismo y la monarquía. Yo, sin llegar ni de lejos a su talla como humanista, añadiría otro más: la lengua, la española. Todo eso está siendo atacado hoy por los enemigos de España y del trasunto civilizatorio de la Hispanidad.

Y lo mismo que Ramiro de Maeztu, otro grande: Manuel García Morente. Y los dos estuvieron en las listas para ser asesinados por las hordas rojas en aquella Guerra Civil del 36. El primero de ellos sucumbió a la sed de sangre de aquellos malditos. Y el segundo pudo escapar.

Las actuales contingencias del momento presente nos descubren la génesis de la profunda decadencia en que viven nuestras sociedades, y que son originadas por la colonización de nuestras mentes y la destrucción de los componentes axiológicos, culturales y antropológicos que deberíamos haber aceptado como herencia, pero que nos los han robado con nuestro permiso.

Esto ha conllevado a que las familias ya no tengan vínculos con su linaje histórico ni con su verdadero tronco filogenético hundido en las raíces de nuestro ethos trascendente y nuestros lazos emocionales del pasado.

Estoy comprobando, casi como en un intento de hacer algún parangón de lo que vivimos hoy con nuestros orígenes históricos, y no logro encontrar similitud alguna. Todo es decadente, y antaño fue glorioso. Y la figura más representativa de aquel siglo de Oro al que ya no tenemos nada que nos sirva como contacto o de comunicación en nuestra realidad presente, sería el Quijote, e incluso Sancho Panza, que desde su simplicidad y sencillez transfería ese halo de nobleza y lealtad cuyos elementos que dignifican a los individuos son ya difíciles de identificar en el mundo actual en nuestras sociedades. Aunque para no caer en derrotismos inanes seguro que pueden ser encontrados. De hecho, yo los identifico en determinadas personas que no forman parte de la masa.

Haciendo una traslación cinco siglos atrás, me encuentro con gestas que hoy se valorarían como quijotescas, si no gilipollescas.  Y son aquellos seres que se embarcaron en aquellos cascarones flotantes para tras largos periplos por los mares llegar a tierras incógnitas con una mezcla de búsqueda de sentido a sus vidas, ambición de riquezas o gusto por la aventura. Y aquellos idealistas más o menos colocados a ras de una realidad perenne tenían claro dos cosas, sin saber la mayoría de ellos ni leer ni escribir: su lealtad a la Corona y su fe en Dios. Poder temporal y espiritual unidos en un único entramado que sostenía el sentido de aquellas vidas heroicas.

Y gracias al legado testamentario (Codicilo) de Isabel la Católica tenían claro a lo que iban.  A servir a España y a su Señor, a cumplir su objetivo de conquista y a respetar las almas de aquellos con los que se encontraran. Con el sentido de lo que es guerra justa y lo que no debe ser la utilización injustificada de la violencia. Pero claro… la condición humana es débil, y sí se produjeron abusos. Negarlo es leyenda rosa.

Europa se encontraba tecnológica y evolutivamente a miles de años de distancia respecto a las sociedades precolombinas existentes allá los mares, y una de las corrientes filosóficas sobre la conquista y la guerra justificaba doblegar a aquellos indígenas con una visión ligada a las realidades  de llevar a aquellos seres hacia la religión y la civilización que portaban los ocupantes del territorio. En esa tesis estaba, por ejemplo, a mediados del siglo XVI el sacerdote Ginés de Sepúlveda. Y como rival acérrimo a esta posición teológica el exaltado velador de los derechos de los Indios, Bartolomé de las Casas, que, por el contrario, llegaba al extremo de negar el derecho de conquista de los españoles y denunciaba abusos, que, sin duda se producían por los encomenderos. Su posición era radical y llegó a convencer al Emperador Carlos para que suprimiera dichas encomiendas porque a los encomenderos les atribuía abusos de todo tipo y esclavismo. Pero Carlos I llegó a revocar aquellas Leyes Nuevas que suprimían las encomiendas, pues se comprobó que el caos era evidente en aquellas tierras de España y que los aborígenes volvían a sus costumbres primitivas.

Pero Carlos I no se quedó tranquilo y convocó las Controversias de Valladolid y determinó que el sabio teólogo y profesor de la Escuela de Salamanca, Francisco de Vitoria,  terciara en las vehementes disquisiciones y debates sobre la legitimidad de la guerra y los derechos de conquista. Así lo hizo el grande entre los grandes Fray Francisco con sus relecciones de indios y de guerra justa, encontrando un término medio que originó el mayor y más perfecto proceso de civilización conocido en la historia de la humanidad que fue lo que llamamos la Hispanidad.

Pero vayamos al sentido de esta referencia que traigo a colación. 

En aquel tiempo el Emperador no tenía por qué bajarse de su pedestal para mezclarse con el vulgo, y lo hizo.

No tenía por qué renunciar a sus derechos imperiales, como poder temporal, y se supeditó a las disposiciones y bulas papales. Eso sí, poniendo en su sitio a la jerarquía católica para que no se entrometiera en las capacidades del monarca. Cada cual en su sitio. Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

Y lo hizo. Y se impregnó del conocimiento teológico de los sabios de la época para un buen gobierno.

Y aprendió como servir a la humanidad haciendo compatible el Trono con el Altar.

Y por eso la obra en América y otras tierras como Filipinas fue magna entre las obras grandes y justas.

Y pasemos a los tiempos actuales y comparemos. ¿Hay algún grado de comparación? Estamos más bien en el barro, y nunca mejor dicho en el caso de Valencia. Más bien en el guano. En el cenagal moral y espiritual.

Nuestras navidades no son la Navidad, sino las de los mercaderes en el Templo; aquellos a los que Jesús expulsó del espacio sacro con el látigo en la mano, por degradarlo con sus negocios turbios.

Nuestra civilización está en peligro. Sí.

¿Y qué hacemos para evitarlo?

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